jueves, 16 de marzo de 2017

Si alguien alguna vez pudiera haber tenido el placer de observar lo que él pudo. Figuras de cristal exhibidas en un museo a simple vista pero nadie parecía darse cuenta de lo que realmente eran. Dentro de las paredes del lugar había diferentes secciones, entre las cuáles había una de animales.

Uno de los días de los que la exposición se encontraba abierta al público uno de los curiosos niños se adentró en la pequeña sala que había detrás del expositor, quedándose allí observando las vistas que había desde ese privilegiado lugar.

A los pocos minutos de encontrarse allí comenzó a darse cuenta de que las pequeñas figuras hacían movimientos como si animales reales fueran. Las gacelas saltaban gráciles de un lado para otro, los leones dormían en una esquina sin notar nada de lo que ocurría a su alrededor, las cabras subían y bajaban las montañas sin preocupación alguna... Y todos y cada uno de los animales dejaba un pequeño rastro luminoso que al cabo de los segundos se desvanecía.

Cerciorándose de que nadie le estuviera mirando desde algún lugar, entró al recinto con todos los animales formados por cristal haciendo sus “vidas” sin prestarle demasiada atención al niño que ahí se encontraba. Al estar dentro se dio cuenta de lo grande que era el sitio si lo comparabas desde fuera, se distinguía una larga línea al horizonte que no dejaba ver más allá a menos que te acercaras.

Un animal en concreto captó la atención del niño. Un pequeño felino que se asemejaba a un tigre, este se acercaba al pequeño pero sin intención alguna de atacar. Conforme más se acercaba, más se podía apreciar la majestuosidad que el animal desprendía a cada paso.

Una vez ambos seres estuvieron lo suficientemente cerca, el animal olisqueó la manita del chico, quién observaba cada parte del tigre. Sus orejas que hacían pequeños movimientos, su cola que se movía lentamente dejando ese característico rastro luminoso, los bigotes que se meneaban cada vez que olisqueaba algo...

La figura de cristal no tenía alguna intención que no fuera tratar de averiguar qué era ese ser que no se parecía en nada al resto de animales en el lugar. Lentamente comenzó a rondar alrededor del niño, oliendo cada parte de él para captar su aroma y poder identificar de qué especie se trataba. Sin embargo, en ningún momento sus cuerpos se tocaron a pesar de que el niño lo intentaba.

Y al momento en el que el los pequeños dedos del niño tocaron con firmeza la figura, esta se deshizo en pequeños cristales. Así como el resto de las figuras que habían en el entorno.

Julia López, 3º B

sábado, 11 de marzo de 2017

      El cuento de la cebra.



Había una vez una cebra que se llamaba Cándida. Cándida tenía unas hermosas rayas blancas y negras por todo su cuerpo. Cuando se reía mostraba sus hermosos dientes blancos.

Era el animal más hermoso de la sabana. Ni siquiera la melena del león podía igualar la belleza de la cebra. Ni la maliciosa carcajada de la hiena podía competir con la risa alegre de la cebra. Los largos colmillos del elefante tampoco podían compararse con los brillantes dientes de la cebra.

Todos los animales de la sabana admiraban aquellas espléndidas rayas blancas y negras.

“¿Dependerá de lo que coma?”, se preguntaban.
Los rinocerontes comen hierba, y lo mismo los búfalos.

¿Cuál será el secreto de la cebra?

Los animales de la sabana fueron a ver a Pepita, la borrica. Una burra se parece a una cebra, pero sin rayas. Cándida y Pepita eran primas. El pequeño jabalí le pidió a Pepita que le revelara el secreto de la belleza de Cándida.


“Ya me gustaría a mí conocer el secreto de Cándida”, dijo Pepita.
Al día siguiente Pepita fue a visitar a su prima Cándida. A ella le gustaría ser tan guapa como la cebra. Cándida se alegró de ver a Pepita. Le permitió comer en su prado y compartir también el agua.


Pepita estaba sorprendida por la generosidad de su prima. Era agradable y divertido estar con ella. Nunca decía una mentira. Siempre pedía disculpas cuando hacía algo mal.


Y nunca olvidaba darle las gracias cuando Pepita se ofrecía para ayudarla. ¡Oh! ¡Qué magnífica persona era la cebra! Pepita volvió corriendo y brincando a reunirse con los animales de la sabana.

“¡Hola! ¡Ya he descubierto el secreto de la cebra! La verdadera belleza consiste en las buenas obras que hacemos cada día.”

Álvaro Torres, 3º B
La gacela y el león

En la cumbre del monte estaba el león, solitario y triste, se encontraba mirando el atardecer y sus pensamientos estaban llenos de dudas e indecisiones. Estaba tan agobiado de la vida que ya no quería ni siquiera cazar su alimento. El león estaba mirando el atardecer, cuando a lo lejos vio una figura que se acercaba. Era una joven gacela que se dirigía al estanque que estaba cercano al monte.
Por su parte, al momento de llegar la gacela a dicho estanque, se sintió observada y dirigió su mirada al león. Ella pensó en huir, pero su curiosidad pudo más y con sigilo se acercó al que siempre ha sido su depredador. Al ver que este no se movía se acercó a tal punto que llegaron  a estar uno al lado del otro.
‒¿Por qué te acercas a mí?‒ le pregunto el león a la gacela‒. ¿No crees que te puedo comer?
‒No lo creo‒ respondió la gacela‒. Puesto que parece que a ti te pasa algo.
 ‒Sí, así es‒ dijo el león‒. Ya estoy cansado de esta vida llena de miserias, de sufrimiento y tristeza, no quiero cazar, no quiero comer, solo deseo morir.
‒¿Por qué?‒ preguntó nuevamente la gacela.
El león la miró con compasión y le respondió:
‒La vida es dura y no es nada fácil. He perdido desde amigos hasta mi familia, he dañado a animales inocentes para alimentarme.
La gacela lo miró con enfado y le gritó: “¡Cobarde! Ya que te lamentas de tu desgracia, mírame a mí, no puedo estar nunca tranquila, pueden atacarme en cualquier momento. Alégrate de vivir, ya que es el más preciado regalo que nos pueden dar.”
Luego de estas palabras la gacela se fue corriendo, perdiéndose por entre la maleza.


Andrea González, 3º B
  El paraíso de los pequeños lobeznos

Las montañas traían el eco de los aullidos de unos pequeños pero feroces lobeznos. Zarpaz, el jefe de la manada; Lía, la joven lobezna, y sus cachorros, hijos del valiente Zarpaz. No eran muchos, se veían acosados de luna a luna por los cazadores que vivían en la falda de la montaña.

Zarpaz cazaba todo lo que podía, aunque no era mucho, permitía que la manada siguiera adelante.  Lía convenció a la manada de que debía marcharse a otras tierras con nuevos parajes, para así proteger a su camada. Era difícil debido a que los cazadores perseguían a los lobos por su preciada piel: su pelaje plata escarlata brillaba más que mil lunas bajo el manto de la noche.

 Emprendieron el viaje hacía tierras más seguras que no estuvieran infectadas de cazadores; tras ocho lunas caminando se toparon con una carretera.

‒¡Jabalís de hierro! ‒gritó Zarpaz.
 ‒¡Agachaos ‒gritó después a los niños‒, que no os vean esos monstruos!
La loba miró asustada a su compañero.

Decidieron  descansar, a la mera oportunidad  que tuvieran cruzarían..La loba llevaría a sus cachorros al otro lado,  mientras su marido vigilaba al resto. El tiempo pasó y de pronto ningún jabalí de hierro se divisaba.

La loba corrió con dos de sus cachorros en sus fauces, llegando al otro lado de una pieza, volvió e hizo lo mismo con los otros dos. El último cachorro fue agarrado del cuello, su padre corrió junto a la loba. De repente, el jabalí de hierro apareció más rápido que cualquier ciervo que hubiera cazado Zarpaz. El pequeño lobo cayó al frío asfalto. Zarpaz lo agarró con sus dientes y lo lanzó al otro lado del camino. Cuando el lobezno alzó la mirada  no vio a su orgulloso padre junto a él, lo vio descansando en medio del camino, pero era extraño, no se movía, su pelo plateado ya no era más que huesos, sangre y pelo. Había sido presa de ese malvado jabalí. Lía se acercó, lo miró, y aulló como nunca antes lo había hecho, eso no podía ser lo que quedaba de él, lo arrastró hasta el otro lado, con cada paso, con cada tirón, pedía al bosque que no se lo llevara todavía, mas era tarde, Zarpas estaba ya corriendo en el bosque. Libre de aquella cruda y visceral realidad. Lía cavó con sus garras un pequeño hoyo, arrastró al que fue el padre de sus cachorros, cubriéndole con sus lágrimas y un manto de tierra.

Pasaron los días y la loba no podía avanzar más, toda la poca comida que cazaba se la daba a sus cachorros, ya tenían dientes para morder, el pequeño que había caído días atrás a la carretera tenía la pata rota. La loba frenó y cayó al suelo cerca de un río, los cinco cachorros  se pararon en seco y corrieron junto a la loba. Cotton, el lobezno con la pata rota, le gruñó con cariño; su madre le siguió en el aullido, el pequeño empezó a llorar y entendió lo que pasaba, su madre no podía seguir y les pidió que continuaran hacía el paraíso sin ella. Ellos no paraban de llorar y en el momento en que no respiró más se acurrucaron con ella con el pensamiento o esperanza de que al día siguiente despertarían con ella en casa, donde su padre corría libre de los cazadores.

Llegó la mañana y su madre seguía inmóvil. Ellos no durarían mucho sin ella y sin comida. Su única esperanza era cruzar a nado al otro extremo del río y llegar a un lugar mejor, lleno de esperanza. Cruzaron con sus patas pequeñas, pero dos de los cachorros fueron arrastrados por la corriente hacia unas piedras. Cotton no podía hacer nada; Som, el mediano, nadó hacia ellos pero fue en vano, sus dos hermanos se perdieron bajo la corriente, ellos ya estaban con Zapas y Lía.

 Los tres lobos caminaron y caminaron. Descansaron cerca de un roble, por la mañana un lobezno ya estaba con Lía, no levantó de su sueño como su madre lo había hecho antes.  Ahora Cotton y Som, sin mirar atrás, gimiendo de dolor, temiendo por su vida, con una pata rota y rasguños tras haber pasado el río, pararon junto a una carretera vacía y se desplomaron.

Despertaron horas después en una habitación la cual tenía extrañas luces, había personas como los cazadores que sus padres habían descrito; sin embargo, no tenían armas. Pasaron meses y ya se habían casi curado. Tras curarse, esos humanos los llevaron con más lobos. Estos les contaron que pronto serían llevados al paraíso, un lugar sin cazadores.

 Entraron en un lugar llamado reserva, sabían que era el paraíso, había lobos por todos lados, era como su madre había dicho. Cotton gruñó y Som aulló todo lo fuerte que pudo, pero no veían a sus padres ni hermanos, ¿no estaba su padre corriendo en el paraíso como le contó Lía? Una noche de luna Cotton, viejo y con una sonrisa en su cara, vio a su familia corriendo hacía él, ahora comprendió que estaría con ellos en el paraíso tal y como dijo la loba.


María Muñoz, 3º B
EL LEÓN

 Una mañana de julio, mi familia y yo nos dirigíamos en coche al aeropuerto. En el trayecto, mis padres repasaban la lista de cosas que llevábamos y si nos olvidábamos de algo.
Llegamos a la zona de embarque del aeropuerto y dejando las maletas en la cinta que se las llevaba, sonó una voz femenina que avisaba a los pasajeros del vuelo 797 que quedaba poco para el despegue. Mi padre al oír que era nuestro vuelo nos hizo correr a toda prisa para no perderlo. Una vez llegado al avión cada uno tomó su asiento, a mi lado una señora me pidió amablemente que le cambiara el sitio pues le daban miedo las alturas y tenía la ventanilla al lado, con una gran sonrisa asentí con la cabeza y le cedí mi asiento. Al despegar saqué una libreta y un bolígrafo con el  cual empecé a dibujar una sabana con un par de leones acechando a un grupo de cebras. La señora me miró impresionada y me repetía lo bueno que era dibujando una y otra vez. Decidí dormir un rato pues el viaje duraba unas 10 horas. Después de tres horas de un sueño reparador desperté y seguí dibujando hasta que aterrizamos, cogimos el equipaje,  salimos del aeropuerto y llamamos a un taxi que nos dejó en la puerta del hotel. Al bajar del taxi mi padre dijo:
-Familia, estamos en África.

Lo primero que hicimos fue dejar las maletas en las habitaciones y bajamos con las cámaras, las mochilas y las botellas de agua. Nos fuimos de safari y vimos jirafas, hipopótamos, cocodrilos y elefantes, pero lo que más me impresiono fue un momento en el que un león atacó a una cebra. Me puse de pie en el Jeep para hacer una foto cuando me caí al suelo. Cuando mi padre salía del coche para cogerme una manada de hienas rodearon las puertas, una de ellas se acercó a mí y yo no sabía qué hacer, estaba petrificado. Justo cuando sentía su aliento en la cara, el león que vimos acechando a la cebra, soltó un rugido que ahuyentó a la mayoría de hienas excepto a dos, a las que apartó de un solo zarpazo. En el momento que creía que iba a ser devorado por un león, este se tumbó delante de mí y empezó a lamerse las patas. Al no estar las hienas junto a las puertas del vehículo, mis padres pudieron salir del Jeep y me abrazaron, y aunque me regañaron por subirme al asiento del coche, me dijeron que subiera rápido, pues les daba miedo que el león me atacase, y porque deberíamos estar en la ciudad antes del anochecer. Así que tomé una foto rápida y me monte en el coche. Esa fue la experiencia más terrorífica que he vivido en mi vida.

Antonio Corpas, 3º B
EL LOBO
Salvaje, libre, hermoso, elegante. Su pelaje blanco como la nieve y sus andares majestuosos, me dejaban anonadada. Aquel lobo era fuerte, corría como el viento y sus aullidos eran pura melodía.
Lo observaba cómo se escondía en la penumbra esperando a una presa a la que devorar con sus afilados colmillos. Poseía unos ojos que parecían robados del mismo firmamento. Estos tornaron a color rojo mientras se alimentaba de un ciervo haciendo que la nieve se volviera del mismo tono.
Aquel animal era increíble, maravilloso, ágil, astuto, pero temible. Otro lobo enamorado de la luna.
Desperté en la más profunda oscuridad. Mi rostro estaba cubierto de hojas que caían de un árbol cercano. Había estado durmiendo en la falda de aquella montaña a bastantes codos de mi casa y ahora estaba húmeda y marcada por la blanca capa de la nieve.
La frágil paz no duró más de un instante, el viento comenzó a aullar y las copas de los árboles danzaban cada vez más amenazantes, anunciando la llegada de lo que sería un escalofriante camino de vuelta.
Bajé la mirada y observé gigantes huellas dibujadas en el suelo. El inefable encanto de la montaña durante el día había sido corrompido por un terror que tenía algo más que meras ramas crujiendo a causa del hielo.
Y de repente, ese aullido consiguió lo que el frio había sido incapaz de hacer; aquel aullido surgido de las sombras que danzaban monstruosamente más allá del arroyo hizo que se me erizara el vello de la nuca. Las sombras avanzaban con su mortal danza hacia mí.
Desvié la mirada dirigiéndola al arroyo. Un escalofrío recorrió mis piernas y un fuerte dolor en el pecho floreció por lo que vi saltando sobre el hielo.                                                                                                                                                                                 
Lobos…
Corría y corría, pero ellos conocían cada rincón de la montaña. El pelaje grisáceo claro que cubría sus lomos revelaban una larga vida de invierno y supervivencia. Las zancadas de los lobos provocaban un temblor que me taladraba los oídos.
Corrí a través de los arbustos en un intento de perder a mis perseguidores. Las piernas me ardían y las finas ramas de los arbustos me dejaron innumerables cortes en el rostro.
Me desplomé sobre la nieve y, tras una ansiada bocanada de aire, observé cómo se posaba ante mí aquel lobo blanco para protegerme de aquellas bestias.


Silvia Caballero, 3º B
LA PANTERA NEGRA Y SUS AMIGOS
Había una vez una pantera negra que era muy mala con los animales de la selva y vivía en una gran cueva donde nadie la visitaba.
Un día fue a verla el leopardo, quien no quería otra cosa más que comérsela, ya que también el león, el tigre, el jaguar y el puma estaban en su contra y habían hecho una apuesta que consistía en atrapar a la pantera por ser tan mala. Pero la pantera era un animal muy ágil y astuto, por lo tanto no podía cazarla uno sólo, es por eso que decidieron hacerlo entre todos.
El leopardo la acorraló e intentó matarla, pero en ese momento llegó el chango, el elefante, el águila y el poderoso rinoceronte, y la defendieron del leopardo y sus aliados. Así, todos ayudaron a la pantera a deshacerse de sus rivales. 

Desde ese día la pantera no volvió a cometer ninguna maldad, ya que eso es lo que les había prometido a sus nuevos amigos. Y así fue como el leopardo y los otros felinos nunca más volvieron a molestarlos.


Manuel Jiménez, 3º B