El paraíso
de los pequeños lobeznos
Las
montañas traían el eco de los aullidos de unos pequeños pero feroces lobeznos.
Zarpaz, el jefe de la manada; Lía, la joven lobezna, y sus cachorros, hijos del
valiente Zarpaz. No eran muchos, se veían acosados de luna a luna por los
cazadores que vivían en la falda de la montaña.
Zarpaz
cazaba todo lo que podía, aunque no era mucho, permitía que la manada siguiera
adelante. Lía convenció a la manada de
que debía marcharse a otras tierras con nuevos parajes, para así proteger a su
camada. Era difícil debido a que los cazadores perseguían a los lobos por su
preciada piel: su pelaje plata escarlata brillaba más que mil lunas bajo el
manto de la noche.
Emprendieron el viaje hacía tierras más
seguras que no estuvieran infectadas de cazadores; tras ocho lunas caminando se
toparon con una carretera.
‒¡Jabalís
de hierro! ‒gritó Zarpaz.
‒¡Agachaos ‒gritó después a los niños‒, que no
os vean esos monstruos!
La loba
miró asustada a su compañero.
Decidieron descansar, a la mera oportunidad que tuvieran cruzarían..La loba llevaría a
sus cachorros al otro lado, mientras su
marido vigilaba al resto. El tiempo pasó y de pronto ningún jabalí de hierro se
divisaba.
La loba
corrió con dos de sus cachorros en sus fauces, llegando al otro lado de una
pieza, volvió e hizo lo mismo con los otros dos. El último cachorro fue
agarrado del cuello, su padre corrió junto a la loba. De repente, el jabalí de
hierro apareció más rápido que cualquier ciervo que hubiera cazado Zarpaz. El
pequeño lobo cayó al frío asfalto. Zarpaz lo agarró con sus dientes y lo lanzó
al otro lado del camino. Cuando el lobezno alzó la mirada no vio a su orgulloso padre junto a él, lo
vio descansando en medio del camino, pero era extraño, no se movía, su pelo
plateado ya no era más que huesos, sangre y pelo. Había sido presa de ese
malvado jabalí. Lía se acercó, lo miró, y aulló como nunca antes lo había
hecho, eso no podía ser lo que quedaba de él, lo arrastró hasta el otro lado,
con cada paso, con cada tirón, pedía al bosque que no se lo llevara todavía, mas
era tarde, Zarpas estaba ya corriendo en el bosque. Libre de aquella cruda y
visceral realidad. Lía cavó con sus garras un pequeño hoyo, arrastró al que fue
el padre de sus cachorros, cubriéndole con sus lágrimas y un manto de tierra.
Pasaron
los días y la loba no podía avanzar más, toda la poca comida que cazaba se la
daba a sus cachorros, ya tenían dientes para morder, el pequeño que había caído
días atrás a la carretera tenía la pata rota. La loba frenó y cayó al suelo
cerca de un río, los cinco cachorros se
pararon en seco y corrieron junto a la loba. Cotton, el lobezno con la pata
rota, le gruñó con cariño; su madre le siguió en el aullido, el pequeño empezó
a llorar y entendió lo que pasaba, su madre no podía seguir y les pidió que
continuaran hacía el paraíso sin ella. Ellos no paraban de llorar y en el
momento en que no respiró más se acurrucaron con ella con el pensamiento o
esperanza de que al día siguiente despertarían con ella en casa, donde su padre
corría libre de los cazadores.
Llegó la
mañana y su madre seguía inmóvil. Ellos no durarían mucho sin ella y sin
comida. Su única esperanza era cruzar a nado al otro extremo del río y llegar a
un lugar mejor, lleno de esperanza. Cruzaron con sus patas pequeñas, pero dos
de los cachorros fueron arrastrados por la corriente hacia unas piedras. Cotton
no podía hacer nada; Som, el mediano, nadó hacia ellos pero fue en vano, sus
dos hermanos se perdieron bajo la corriente, ellos ya estaban con Zapas y Lía.
Los tres lobos caminaron y caminaron. Descansaron
cerca de un roble, por la mañana un lobezno ya estaba con Lía, no levantó de su
sueño como su madre lo había hecho antes.
Ahora Cotton y Som, sin mirar atrás, gimiendo de dolor, temiendo por su
vida, con una pata rota y rasguños tras haber pasado el río, pararon junto a
una carretera vacía y se desplomaron.
Despertaron
horas después en una habitación la cual tenía extrañas luces, había personas
como los cazadores que sus padres habían descrito; sin embargo, no tenían armas.
Pasaron meses y ya se habían casi curado. Tras curarse, esos humanos los
llevaron con más lobos. Estos les contaron que pronto serían llevados al
paraíso, un lugar sin cazadores.
Entraron en un lugar llamado reserva, sabían
que era el paraíso, había lobos por todos lados, era como su madre había dicho.
Cotton gruñó y Som aulló todo lo fuerte que pudo, pero no veían a sus padres ni
hermanos, ¿no estaba su padre corriendo en el paraíso como le contó Lía? Una
noche de luna Cotton, viejo y con una sonrisa en su cara, vio a su familia corriendo
hacía él, ahora comprendió que estaría con ellos en el paraíso tal y como dijo
la loba.
María
Muñoz, 3º B